Un vagabundo que daba tumbos por la vida y un hombre
de negocios motivado por la vida cómoda, entablaron una amistad que transformó
ambas vidas.
por Ron Hall
No había
libros, ni notas, ni un plan de estudios. Tampoco composiciones escritas o
exámenes. El curso era solo la cruda enseñanza de un hombre llamado
Denver Moore, que no se había graduado de nada, ni recibido honores —excepto
los que le habían conferido sus compañeros reclusos de la Cárcel Angola. En realidad,
nunca asistió a una escuela, ni siquiera por un solo día.
No había
escuelas para la “gente de color” en la plantación de Louisiana donde había
pasado sus primeros años de vida como jornalero sin recibir ningún pago por el
trabajo que hacía.
Su aula fue
una acera en una concurrida calle de East Lancaster, cerca del contenedor de
basura donde dormía, al otro lado de la institución benéfica Union Gospel
Mission, en el centro de Fort Worth, Texas. Fue allí donde mi esposa lo
conoció, y donde tuvo por primera vez la idea de que él y yo debíamos ser
amigos.
Recuerdo una
conversación que tuve al principio con Denver, con tanta claridad como si
hubiera sucedido ayer. Su aliento tenía el olor penetrante del tabaco viejo,
que remataba con el de la sardina enlatada, que me resultaba molesto. Fingiendo
que iba a rascarme la barba, moví la mano para taparme la nariz, mientras mis
oídos se esforzaban por escuchar su débil voz. “¿Es usted uno de esos
cristianos?”, me preguntó.
“Sí”, le
respondí.
“Entonces
tal vez pueda responder una pregunta que intriga a la mayoría de los
indigentes. ¿Por qué es que ustedes los cristianos adoran el domingo a un
hombre que no tuvo una casa donde vivir, pero luego le dan la espalda al primer
indigente que ven el lunes?”
Por un momento
estuve paralizado, como si hubiera recibido un disparo en el pecho.
Finalmente, dije: “No tengo una respuesta para eso”.
“Sr. Ron”,
dijo, “uno nunca sabe de quién son los ojos con los que Dios nos está
observando. Quizá no van a ser los de su pastor o los del maestro de la escuela
dominical. Sino simplemente los de una de esas personas que vive en la calle,
al igual que yo”. Entonces me miró fijamente. “A veces, las personas exitosas
como usted pueden elevarse tan alto para obtener más riquezas que se olvidan de
conocer a Dios. Pero nunca se puede llegar tan abajo para ayudar a alguien, sin
que Dios lo tome en cuenta”.
Doce años
antes, mi esposa
Debbie me había mostrado el amor de Cristo después de mi larga temporada de
infidelidad. Por la lección de humildad que aprendí mediante su misericordia,
le prometí que haría cualquier cosa que me pidiera durante el resto de nuestras
vidas juntos.
Debbie y yo
habíamos sido creyentes desde 1974, y ambos habíamos estado viviendo con un
propósito específico en nuestras vidas. El de ella era buscar al Dios
todopoderoso, y el mío era buscar al dinero todopoderoso. Yo había tenido éxito
como negociante internacional de piezas de arte, pero nuestro matrimonio estaba
al borde del colapso. Sin embargo, en vez de los papeles de divorcio, ella me
ofreció un camino de misericordia, y por la gracia de Dios, finalmente elegí
ese camino mejor.
Después de
estar varios años concentrado en mi profesión, anhelaba hacer realidad mis
sueños de vivir en la hacienda que teníamos a unas cincuenta millas de
distancia. Pero Debbie tenía otra idea. Me convenció de que construyera la casa
de sus sueños en Fort Worth, y fue allí donde ella comenzó a escuchar a Dios
por medio de una clase de sueño diferente —la clase que Dios utiliza para
hablar. Un día, ella tuvo un sueño con un indigente y hasta le vio la cara.
“Como dice un versículo de Eclesiastés (9.15), se trata de un hombre pobre pero
sabio. Y por su sabiduría, nuestras vidas y la ciudad serán cambiadas”.
Debbie
estaba resuelta a encontrar al hombre que había visto en sus sueños, y comenzó
a servir como voluntaria en Union Gospel Mission —y finalmente me
convenció de que ayudara sirviendo las cenas en esa institución. Yo estaba un
poco receloso. Años antes, en la ciudad de Nueva York, se me acercó un
indigente agresivo que amenazó con matarme. Después de ese encuentro, rehuía a
los indigentes, y me preguntaba: ¿Qué me puede llegar a pasar si me detengo
a ayudar?
Dos semanas
después, estando yo en el comedor, entró gritando un hombre furioso, sin
zapatos ni camisa, diciendo que iba a matar a todo el mundo, a menos que el que
había robado sus zapatos se los devolviera.
“Ese es el
hombre con el que soñé”, me gritó Debbie, mientras yo encontraba refugio debajo
de la mesa de la comida. “Y tengo la convicción de que Dios me dijo que
tú tienes que convertirte en su amigo, y descubrir el porqué de mi sueño”.
“Pero yo no
estaba en esa reunión que tú tuviste con Dios”, le respondí gritando, “y si voy
a ser amigo de alguien que quiere matar a todo el mundo, ¡creo que yo mismo
debería hablar con Dios de eso!
Después de
perseguirlo durante cinco meses, por fin logré que el hombre entrara en mi automóvil, a
pesar de que gritaba que lo dejara en paz. “Me encantaría dejarte en paz”, le
dije, “¡pero mi esposa me dijo que tengo que ser tu amigo!”
A él le caía
bien Debbie, por lo que prometió pensar en eso. Dos semanas más tarde, él
estaba sentado frente a mí a la mesa en una cafetería. “Hay algo que he
escuchado acerca de los blancos que realmente me molesta, y tiene que ver con
la pesca”, me dijo.
Extrañado de
que me dijera eso, le respondí que yo no era pescador, y que no estaba seguro
de que pudiera decirle algo para aclararle lo que él pensaba de mi raza.
“Apuesto a
que sí puede. Escuché decir que cuando los blancos van a pescar, hacen lo que
se llama ‘atrapa y suelta”.
“Es un
deporte”, le dije.
“Bueno, si
usted es un blanco que sale a pescar a un amigo, y después que lo atrapa lo
suelta, entonces yo no tengo ningún deseo de ser su amigo”.
Con el
corazón latiéndome con tal fuerza, que casi se me salía del pecho, yo estaba
allí sentado frente a frente con un hombre al que temía. Pero las palabras que
él acababa de decir eran las más sabias que yo había escuchado en cuanto a la
amistad. Me llegaron directamente al corazón. Me preguntaba si yo era el que
había sido pescado.
Con Denver
aprendí la diferencia que hay entre “bendecir” y ayudar. Una vez me preguntó
por qué yo estaba siempre dando billetes de a dólar a la gente de la calle, y
sirviendo espagueti en la misión. “Porque me gusta ayudar a los indigentes”, le
dije.
“Sr. Ron”,
me dijo, “usted no está ayudando a nadie. Lo único que está haciendo es
sentirse mejor por ser rico. Está bendiciendo a la gente con sus dólares y su
servicio, pero un dólar y un plato de comida no cambian una vida. Para eso hace
falta amor. Si usted quiere en serio ayudar a alguien, tírese al hueco
en que se encuentra la persona, vende sus heridas y quédese con ella hasta que
tenga las fuerzas suficientes para salir”.
Denver
comprendía que la falta de hogar no es un problema que debe resolver el
gobierno —es un problema que debe resolver la gente de la iglesia. No sé cómo
sabía esto, pero me dijo que hay al menos el mismo número (si no más) de
iglesias en los Estados Unidos, que personas sin hogar viviendo en las calles.
“Si cada iglesia se ocupara solamente de una persona sin hogar, el
problema se resolvería”, dijo. “Yo no soy un hombre muy inteligente, Sr. Ron,
pero a mí me parece que hay demasiado estudio de la Biblia, pero no suficiente
práctica de la Biblia”.
No hacía
falta tener un doctorado para comprender que Dios tenía un plan para nuestra
relación. Pocos meses después de haber iniciado nuestra amistad, Denver me
dijo: “Qué bueno es lo que está haciendo la señora Debbie por los indigentes
—ella es muy valiosa para Dios. Y cuando alguien es valioso para Dios, también
es importante para Satanás. Tenga cuidado, porque algo le ocurrirá a la Sra.
Debbie”. Poco días más tarde, ella fue diagnosticada con cáncer en etapa 4.
Durante los diecinueve meses siguientes, peleamos la peor de las batallas.
Denver se convirtió en un soldado en el ejército del Señor, y luchó al lado de
nosotros. El hombre que una vez pensé que no tenía nada que ofrecerme en una
amistad, se convirtió en la persona que Dios utilizó para fortalecernos cuando
enfrentábamos las horas más oscuras. Las últimas palabras que me dijo mi
esposa, fueron: “No te des por vencido con Denver —Dios va a bendecir la
amistad de ustedes de maneras que no podemos imaginar”.
Con Debbie
ahora en el cielo, Denver se mudó a vivir a mi casa. Me contó que el Señor le
había hablado antes de su muerte, y le dijo que recogiera la antorcha de Debbie
a favor de los indigentes —y eso fue lo que él hizo. El sueño de Debbie de que
nuestra ciudad iba a ser cambiada por un hombre pobre pero sabio, se convirtió
en una realidad. Cuatro años más tarde, Denver fue nombrado Filántropo del Año
por su trabajo a favor de los indigentes de Fort Worth, y se creó la nueva
misión. Y con el paso del tiempo, Denver y yo hablamos en más de 400 eventos a
favor de los indigentes, lo cual ayudó a recaudar más de 70 millones de
dólares, y esto llegó a misiones en todo Estados Unidos.
Denver vivió
conmigo durante nueve años hasta su muerte en marzo de 2012, a los 75 años de
edad. Lo extraño mucho. Pero utilizando las palabras de mi amigo: “Ya se trate
de que seamos ricos o pobres, este mundo no es el lugar de descanso final. Por
eso, en cierto modo, todos somos indigentes —abriéndonos camino a nuestro hogar
eterno”.
Ron Hall y
Denver Moore son coautores de los libros Same Kind of Different As Me
[Tan diferente como yo] y What Difference Do It Make? [¿Qué importancia
tiene?] Y crearon el estudio bíblico para grupos pequeños llamado Same Kind
of Different As Me poco antes de la muerte de Moore.