El le dijo: ¿Qué está
escrito en la ley? ¿Cómo lees? Lucas 10:26.
El Salvador hacía de cada obra de sanidad
una ocasión de implantar principios divinos en la mente y el alma. Tal era el
propósito de su obra. Impartía bendiciones terrenas, a fin de inclinar los
corazones de los hombres a recibir el Evangelio de su gracia.
Cristo podría haber ocupado el primer
puesto entre los maestros de la nación judía, pero prefirió llevar más bien el
Evangelio a los pobres. Iba de lugar a lugar, para que los que estaban por los
vallados y caminos oyesen las palabras de verdad. A orillas del mar, en la
falda de la montaña, en las calles de la ciudad, en la sinagoga, se oía su voz
explicando las Escrituras. A menudo enseñaba en el atrio exterior del templo
para que los gentiles oyesen sus palabras.
Tan diferente era la enseñanza de Cristo
de las explicaciones de la Escritura dadas por los escribas y fariseos, que
llamaba la atención del pueblo. Los rabinos se explayaban en la tradición, en
las teorías y especulaciones humanas. Muchas veces, lo que los hombres habían
enseñado y escrito acerca de la Escritura era colocado en lugar de ésta. El
tema de la enseñanza de Cristo era la Palabra de Dios. El respondía a sus
interlocutores con un claro: “Escrito está”, “¿Qué dice la Escritura?” “¿Qué
lees?” En cada oportunidad, cuando un enemigo o un amigo demostraba interés,
Jesús presentaba la Palabra. Con claridad y poder, proclamaba el mensaje del
Evangelio. Sus palabras derramaban raudales de luz sobre las enseñanzas de los
patriarcas y profetas, y las Escrituras se presentaban a los hombres como una
nueva revelación. Nunca antes habían percibido sus oyentes tal profundidad de
significado en la Palabra de Dios.
Nunca hubo un evangelista como Cristo. El
era la Majestad del cielo, pero se humilló para tomar nuestra naturaleza, a fin
de poder encontrar a los hombres donde estaban. A todos, ricos y pobres, libres
y siervos, Cristo el Mensajero del pacto, trajo las nuevas de salvación. Su fama
de gran Médico cundió por toda Palestina. Los enfermos acudían a los lugares
por donde debía pasar a fin de pedirle auxilio. Allí también iban muchos
ansiosos de oír sus palabras y recibir el toque de su mano. Así iba de ciudad
en ciudad, de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio y sanando a los
enfermos—Rey de gloria en el humilde atavío de humanidad.
Asistía a las grandes fiestas anuales de
la nación, y a la multitud absorta en los detalles exteriores de la ceremonia
le hablaba de cosas celestiales, trayendo la eternidad a su vista. A todos
presentaba tesoros de la fuente de sabiduría. Les hablaba en lenguaje tan
sencillo que no podían menos que comprenderlo... Con gracia tierna y cortés,
ministraba al alma enferma de pecado, dándole sanidad y fuerza.
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